«Ángel en el País del Águila» (1954) de Ángel Martínez Baigorri: temas (y 6)

El último tema que examino en el poemario de Ángel Martínez Baigorri es el de la eternidad y la trascendencia, es decir, el deseado y buscado encuentro con Dios. Mucho es lo que se podría escribir sobre esta cuestión, que permea todos los poemas de la segunda sección de Ángel en el País del Águila[1], «Fin provisional y descansos», pero que ya está claramente anunciado en el último poema, el 16, sin título, de la sección anterior, en el que se predica la necesidad de que no haya espacio ni tiempo «porque el Águila triunfe y viva el Ángel» (p. 61).

TRascendencia

Dice así, en efecto, con bellísima formulación en los versos finales:

Sin espacio ni tiempo.

La eternidad completa en mis pupilas
encierra lo distante en lo cercano
con un amor de fiera, águila y ángel,
que es todo en mí para que todo exista
         —como lo estoy diciendo—,
que es que yo sea.

No importa lo que digan.
                                             Esto es todo,
como el amor, la muerte,
                                       el sueño entero,
realidad vivida y nuevo canto.

Porque siempre seré en todo completo
y todo entre mis brazos, como un nido
caliente, como un pecho. Con el águila
dentro y con mis estrellas encendidas
en la llama invisible
del Sol ángel ardiendo que la informa.

Todo es porque yo sea,
porque mis brazos tienen la largura
de los dedos de Dios,
y tengo el corazón —Su Corazón— entre
         mis brazos[2].

Para la consideración de esta cuestión resulta esencial el trabajo de Ellacuría de 1958, que analiza profunda e impecablemente este tema abordado por el poeta-sacerdote: «En su última intención, la poesía del P. Ángel está enfocada hacia el enigma del hombre y su destino dentro de una visión filosófica —por lo rigurosa y profunda—, teológica —por lo definitiva y refulgente»[3]. Ahora no puedo detenerme más en este aspecto —que, por otra parte, ya nos ha ido apareciendo en las entradas anteriores—, así que me limitaré a recordar lo dicho por Paasche:

Seguimos el viaje por el País del Águila pero lo importante es ahora que este viaje, como el viaje por el río San Juan, ha cambiado de carácter, y aunque seguimos pasando por lugares, ríos, trenes, ciudades de los EE. UU., vamos ahora en el viaje hacia la eternidad. Todos los temas son el mismo tema, el de la relación el hombre con Dios[4].

Y terminaré citando estas reflexiones del padre Bertrán:

El enfoque que abarca toda su obra, su concepción, por tanto, […] son teocéntricos. Pero no con la aparente mutilación de humanidad que alguna mente limitada podría dar al adjetivo de referencia divina. El conocimiento y la vivencia, la vivencia sobre todo de la teología, le conceden esa jugosa y segura concepción que invade toso su pensar; «Sólo lo que hay en mí de Dios no es tiempo», nos dijo antes. De tan hondo, su sentido religioso no necesita —lo evita— moralizar ni predicar. Su inspiración brota de manantial divino, y al engrandecerla, la devuelve a su origen. Es éste, arte más radical, más esencialmente católico. Arte, en Ángel, de amplísimos registros, que van desde la súplica de la indigencia y de la angustia al goce de la esperanza y de la posesión: «No hay sino dar un grito con tu nombre / gozo lleno de saber que existes.» al deslumbramiento de la presencia divina que es palpitación de la inteligencia y en la fe del poeta, llama callada, pero ardiente, en su corazón. […] Gusta el poeta de vivir fuera de la órbita temporal y de firmar Ángel sin tiempo. Su poesía rebasa los límites de lo íntimo, de lo social y hasta de lo internacional humano por su dilatación que le inserta en inmensidades cósmicas[5].


[1] Citaré por Ángel en el País del Águila, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954, pero teniendo a la vista la edición de Emilio del Ríoen Poesías completas I, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999, donde el poemario ocupa las pp. 589-649.

[2] Estos dos versos con diferente distribución en Poesías completas I, repartidos en tres renglones.

[3] Ignacio Ellacuría, «Ángel Martínez, poeta esencial», en Escritos filosóficos I, San Salvador, UCA Editores, 1996, p. 142; ver también las pp. 184-185, donde habla de «la profunda unidad con que vive el P. Ángel su misión de hombre y de poeta con su misión de cristiano y de sacerdote».

[4] Rosamaría Paasche, Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 1991, p. 143.

[5] Juan Bautista Bertrán, «Intento de un camino», en Ángel Martínez Baigorri, Ángel poseído, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 22-24. Remito para más detalles a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una aproximación al poemario Ángel en el País del Águila (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis, estructura y temas», Príncipe de Viana, año 83, núm. 282, enero-abril de 2022, pp. 107-145.

La novela, un género desprestigiado en el siglo XVIII

Tenemos que la novela apenas se ha cultivado en España durante el siglo XVIII. Pero hay más; ocurre que la novela es un género literariamente desprestigiado. En primer lugar, no posee existencia independiente, pues los tratadistas la incluyen, junto con la epopeya, como un subtipo dentro de la épica[1]. De esta forma, la novela puede tener, como mucho, la consideración de poema en prosa[2]: Luzán, por ejemplo, habla en su Poética de poema épico, pero no de novela. Además, su importancia dentro de la Literatura es baladí; se trata de un género frívolo (salvo que encierre una enseñanza moral), sin valor artístico alguno, frente a la lírica o el drama, dado que solo se consideran literarias aquellas piezas escritas en verso. La prosa debía quedar reservada únicamente para la oratoria, la didáctica y géneros similares, no para relatos novelescos que dejen volar la fantasía[3]. Y no solo olvidan la novela los tratadistas; las revistas literarias del momento tampoco la mencionan apenas[4].

Cubierta del libro: Joaquín Álvarez Barrientos, La novela del siglo XVIII.

Además del desprestigio literario, también desde el punto de vista moral la novela está mal vista. Se trata de un género dañino, altamente perjudicial para la juventud, casi inmoral, porque puede despertar tendencias evasivas y pasionales. Si a ello añadimos las posibilidades de la novela como vehículo portador de ciertas ideas contrarias al poder establecido, fácilmente se comprenderá el establecimiento de la censura durante los períodos absolutistas del reinado de Fernando VII.


[1] Así fue considera por la escuela romántica alemana; de hecho, Lessing llamó a la novela «epopeya bastardeada».

[2] Ni siquiera sus propios cultivadores tienen conciencia de que la novela constituya un género aparte. Son claras al respecto las palabras de Valladares de Sotomayor en el prólogo a su Leandra (1797), que recoge Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 94: «La Novela tiene sus apasionados y sus rivales. Unos la celebran y otros la desprecian. Los primeros la comparan con el Poema Épico, y los segundos la miran como una cosa frívola. ¿Pero quién duda que el plan, extensión y objeto de los dos son iguales? […] En efecto, no hay más diferencia entre la Novela y el Poema, que ser éste en verso y aquélla en prosa».

[3] Sin embargo, la literatura imaginativa también tendrá sus defensores. Veamos por ejemplo estas palabras de Blanco White, a mediados de 1824, en el New Monthly Magazine: «En esas creaciones de la imaginación consiste la parte más sublime y peculiar de la poesía. Sin ellas no puede existir el género novelesco o romántico que, ya sea en verso, ya en prosa, es el verdadero manantial y la única mina de que la poesía moderna ha sacado y ha de sacar sus mejores y más atractivos adornos». Tomo la cita de Vicente Llorens, El Romanticismo español, Madrid, Castalia, 1989, p. 39. Una consideración de la novela como símbolo romántico puede verse en la «Introducción» de Antonio Prieto a Gil y Carrasco, El señor de Bembibre, Madrid, EMESA, 1974.

[4] «De un modo general, todas las publicaciones anotadas no se ocupan o se ocupan muy poco de novela; su única preocupación literaria, cuando existe, es la poesía y el teatro; ante la novela adoptan una posición ambigua que podría definirse así: la novela no existe, la novela ha de ser útil, la novela ha de ser moral. Todas las revistas citadas, con muy pocas excepciones, critican duramente a los traductores y a las traducciones de novelas», escribe Juan Ignacio Ferreras, Los orígenes de la novela decimonónica (1800-1830), Madrid, Taurus, 1973, p. 70.

«Ángel en el País del Águila» (1954) de Ángel Martínez Baigorri: temas (5)

Otro tema presente en el poemario[1] es la nostalgia de España, de la infancia y de la madre, más el recuerdo de Nicaragua. Aparece en contadas ocasiones, pero las ocurrencias son significativas, alcanzando un alto valor emocional. Así en el poema 3, «Ya en ti resucitado / para aprender tu nombre» (pp. 23-24), cuando el Ángel pasea —vuela— por Nueva Orleans se refiere al Barrio Francés, apostillando que «en español [es] más mío» (p. 23). Es decir, ese Barrio Francés le trae al recuerdo más bien su añorada y lejana España:

Por el Barrio Francés, tan tuyo y mío,
viene a besarme España en tus recuerdos;
en tu gloria de ayer, resucitado,
sobre la noche en calma canta mi pensamiento
el canto de tus pájaros perdidos,
himno de otoño al cielo,
en el alba de aquella primavera
que en la nave de España llegó aquí sonriendo (p. 24).

Y los recuerdos de Madrid se cuelan en el poema 11, «II: Dondequiera te quiero». En esta composición evoca al poeta amigo Carlos Martínez Rivas, que se halla geográficamente lejos, en España, pero siempre cercano en el corazón («Carlos, ya te he mirado en todas partes», p. 50); y tanto es así que distintos espacios de la Nueva Orleans que recorre le traen a la memoria otros lugares “equivalentes” de la capital de España:

Toda Nueva Orleans sabe de tus miradas.
Las mías en Madrid vagan perdidas
del Prado[2] a la Moncloa,
de San Andrés al barrio de Vallecas.
Contigo, a pleno vuelo, por el aire,
voy al cielo en el Metropolitano.

Este tranvía suena a hierros rotos.
Pero esta ola de frío a pleno sol
         casi del Trópico,
con cielo todo azul, tan madrileño,
me sitúa contigo.

Y ya no voy al Stadium
del City Park; voy al Parque del Oeste (pp. 50-51).

Carlos Martínez Rivas
Carlos Martínez Rivas.

Una breve alusión a su madre la hallamos en el poema 7: «—retrato de mi madre, / mi nombre repetido / por los que sólo saben pronunciarlo—» (p. 36). La idea de la fuerza afectiva de la acción nominativa la encontramos reiterada en el poema «Descanso en el tren», cuando el yo lírico recuerda cuál es su nombre de pila —aquí, pues, encontramos plenamente identificados el yo lírico-Ángel en el País del Águila y el Ángel Martínez Baigorri, hombre, sacerdote y poeta de carne y hueso—:

Mi nombre es Ángel,
pero tampoco yo sé todavía,
o ya, mi nombre entero (p. 83).

Por otra parte, en el poema 12, la contemplación de la nieve suscita en el yo lírico el recuerdo de su «incurable infancia»:

¡Oh silenciosa nieve de mis sueños
de niño! Fría y triste de uniforme
virginidad de nieve
de mi incurable infancia (p. 52).

En fin, en el poema «Descanso en el tren» (pp. 80-83), encontramos unidas ambas nostalgias, la de la madre y la de la niñez. A partir de una circunstancia concreta —el Ángel lírico contempla a un niño jugando en un tren—, eleva el pensamiento jugando con la oposición niño / niño interior:

El niño que no sabe
y mi niño interior que no se acuerda
de que también fue niño.

Este niño incansable
que a todos ama y que con todos juega,
que pasa de uno a otro
para que todos le acaricien y le digan
cosas raras que él[3] no puede entender y le hacen
por lo mismo reír, reír con tanta gracia.

Este niño de ayer que soy yo mismo…

Que a todos ama y que por todos pasa
y que siempre en el término
de su correr encuentra,
para el reposo abiertos,
incansables, como él, los brazos de su madre (p. 82).

Por lo que toca a la evocación nostálgica de Nicaragua, está presente en el poema 1 de la primera sección poética, «Ángel en el País del Águila», donde encontramos estos versos (es el cierre de la composición):

Una mañana suave,
de sol fluorescente entre el verdor de las hojas
y aire acondicionado.
El principio del paso de estío,
anuncio de la vida que se duerme
—de mi vida que nace—:

libre de la mecánica, de la prisión de un fólder
gigante y con un índice de nombres
muertos, la vida vive y se abre a un cielo
lleno de alas y azul que no se oye.

Porque cuando bajamos,
¡oh tortura saber de dónde nace el viento!
Porque cuando subimos,
¡oh delicia del cielo libre para las alas,
con luz y sin anuncios de colores!

Desde el País del Águila,
allí mi vida espera
libre de automatismos de esta vida.

Y Nicaragua, quieta como el cielo,
con luz que es sólo anuncio de otras luces (pp. 16-17)[4].

La otra referencia destacada[5] a aquel país que cantaba en él —en Martínez Baigorri— se localiza en este pasaje del apartado «Tú no pasarás nunca», del poema «Bodas de Oro en el filosofado (Isleta College)», en el que se mencionan varios lugares ligados a su biografía:

Y así eres tú en el paso que no pasará nunca.
Porque de lo que pasa por El Paso
tomas siempre lo eterno[6].
                                           ¿Y lo que dejas?
¡Qué carrera inviolada!
¡Qué rastro de luz suave!
                                        Por tu paso, los nombres
de Alsacia, Francia, España, México, Norteamérica,
tienen una luz nueva…

                                ¿Y Nicaragua?
Yo le he oído a un lago decir allí tu nombre,
y he visto en una ceiba tu retrato
inflamado de aurora (p. 110).

Pasaje en el que el país centroamericano queda aludido por dos realidades frecuentemente evocadas en la poesía del padre Ángel: el Lago Cocibolca o Gran Lago de Nicaragua, a cuyas orillas, en la ciudad de Granada, está situado el colegio «Centroamérica», donde él enseñaba literatura; y el árbol de la ceiba, cantado por ejemplo en el soneto que comienza «Ceiba, dominadora del paisaje: / Primera luz que es vida de la aurora, / Primera voz del alma al sol sonora / Vibrando con el viento en tu ramaje»[7], o en el titulado «Clara forma»[8].


[1] Citaré por Ángel en el País del Águila, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954, pero teniendo a la vista la edición de Emilio del Río en Poesías completas I, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999, donde el poemario ocupa las pp. 589-649.

[2] En Poesías completas I «Prado». Tanto «Pardo» como «Prado» son topónimos madrileños y, por tanto, serían lecturas igualmente válidas.

[3] En Poesías completas I se lee «quél».

[4] Como menciona Rosamaría Paasche, en una cita aducida más por extenso anteriormente, el Ángel «resalta la inocencia de Nicaragua todavía no contaminada por el artificio» (Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1991, pp. 139-140).

[5] Una alusión más puntual a la capital de Nicaragua la encontramos en el poema «Walk», del apartado «Descansos (También provisionales)»: «¿Qué importa / —ya en Managua o hacia El Paso— / si el camino hacia abajo es hacia arriba / y es su término igual siempre distinto?» (p. 77).

[6] En todo el tramo final del poemario se reiteran estos juegos de derivación con paso, pasar, etc., unidos al topónimo texano de El Paso. El ejemplo extremo de este estilo ingenioso, verdadero alarde conceptista, es este pasaje de «Tú no pasarás nunca»: «Si existe El Paso —una ciudad: EL PASO—, / sólo es El Paso por lo que ha pasado, / sin pasar, por El Paso: / Lo que pasó hizo a El Paso en lo que queda, / y así es El Paso por lo que ha quedado / en el paso de todo por El Paso. // Y ése eres tú, que no pasarás nunca, / porque todo, al pasar por ti, ha dejado en ti / la eternidad de todo lo que pasa: / Todo en tu vida fue paso hacia el paso / que no ha de pasar nunca» (p. 108). Ese «Paso que no pasa» es, claro está, un paso trascendente, el del encuentro con Dios para la vida eterna. Con relación al estilo de esta parte del poemario, Ellacuría matiza certeramente: «Versos que encierran tan perfecto y claro sentido pueden ser difíciles por su penetración filosófica, por su densidad y exactitud, pero no son oscuros ni confusos» («Ángel Martínez, poeta esencial», en Escritos filosóficos I, San Salvador, UCA Editores, 1996, p. 173). Ver también las pp. 174-176 para su comentario de este «estilo intelectual y esencialista», completado con esta otra declaración: «Esto no quiere decir que todas sus páginas reciban un idéntico tratamiento intelectual, sin una flor ni una sonrisa. Su poesía tiene sentidos remansos de ternura, de suave emoción: cuenta con fulgurantes imágenes originalísimas y poderosas, con expresiones perfectamente acabadas y asequibles al gusto de todos» (p. 177).

[7] Sonetos irreparables, México, D. F., A. Finisterre Editor, 1964, p. 49.

[8] Sonetos irreparables, p. 80. Remito para más detalles a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una aproximación al poemario Ángel en el País del Águila (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis, estructura y temas», Príncipe de Viana, año 83, núm. 282, enero-abril de 2022, pp. 107-145.

Historia literaria de Navarra en el siglo XV: introducción

Podemos considerar el siglo XV como un periodo de transición entre la Edad Media y el Renacimiento, dominado ya por las corrientes humanistas de origen italiano. Durante el reinado de los Reyes Católicos se va a conseguir la unidad de los distintos reinos y territorios hispánicos; recordemos la fecha clave de 1492: conquista del reino nazarí de Granada, descubrimiento de América, expulsión de los judíos y publicación de la Gramática de Nebrija. ¿Cuál es la situación del reino de Navarra, que logrará mantener su independencia hasta 1512? En Navarra, tras el reinado de Carlos III (1397-1425), verdadero remanso de paz y prosperidad, llega una época conflictiva: asistimos a la división del reino, que se desangra en cruentas guerras de bandería, en el contexto de las luchas entre Carlos, príncipe de Viana, y su padre Juan II de Aragón, quien usurpa el trono de Navarra que por legítimo derecho corresponde a su hijo. A la rivalidad política han de unirse las luchas nobiliarias, motivadas en buena medida por conflictos e intereses económicos. Los navarros se dividen en beamonteses y agramonteses, y se hacen famosos algunos caudillos como el conde de Lerín o mosén Pierres de Peralta.

Esta situación de crisis y división interna hace que Navarra se convierta en un bocado apetitoso: rodeado por poderosos vecinos, podía terminar siendo absorbida bien por Francia, territorio con el que la vinculaban las últimas dinastías reinantes, bien por Castilla o Aragón, reinos con los que había mantenido a lo largo de la historia importantes relaciones (la geografía, con la barrera de los Pirineos separando a Navarra de Francia, parecía favorecer la unión con el resto de los reinos hispánicos). Todos estos procesos culminan con la pérdida de la independencia del reino de Navarra (conquista castellana en 1512; anexión a la Corona de Castilla en 1515). Los sucesivos intentos de recuperación del reino por parte de sus legítimos poseedores, los reyes privativos de Navarra, los Albret o Labrit, resultarían infructuosos.

Todo esto nos da pie para comentar algunas consideraciones culturales. A partir de ahora el castellano va a ser el vehículo privilegiado para la expresión literaria: por un lado, el romance navarro había conocido un profundo proceso de castellanización, hasta el punto de terminar identificándose ambos idiomas, y ya no se puede hablar de un romance navarro con rasgos diferenciales. Esta pujanza del castellano no afecta solo al territorio navarro: su influencia se extiende por todo el ámbito peninsular y, desde 1492, americano (recuérdese la famosa frase de Nebrija, indicando que siempre la lengua fue compañera del Imperio). El vascuence sigue siendo el idioma mayoritariamente hablado por el pueblo en algunos territorios (lo seguirá siendo hasta bien entrado el siglo XIX), pero se trata de un idioma con escasa consideración social y todavía no ha llegado a convertirse en vehículo de cultura (no, al menos, de cultura escrita). Por otra parte, han desaparecido ya (han sido asimiladas o quedan reducidas a la mínima expresión) aquellas minorías lingüísticas que veíamos en la Edad Media (poblaciones que empleaban el occitano, el árabe o el hebreo) y, por tanto, apenas hay ya aportaciones significativas de estas lenguas en el terreno de la literatura.

Un hecho clave para la difusión de la cultura que se produce en el siglo XV es la invención de la imprenta, que va a permitir la difusión de cientos de ejemplares de las obras que antes solo podían circular en número muy reducido a través de copias manuscritas. La imprenta va a permitir que se conozcan los textos de los grandes clásicos griegos y latinos, que ahora se difunden merced a las investigaciones de los humanistas del Renacimiento (recuérdense los famosos elogios que, ya en el siglo XVII, dedicarán Lope de Vega y Quevedo a la imprenta y los libros). Encontramos libros impresos en Navarra desde fecha bastante temprana: así, habrá imprentas funcionando en Pamplona, Estella y Tudela, por lo menos. Se ha generado cierta discusión sobre cuál sería el primer incunable navarro: se habla del Manuale secundum consuetudinem ecclesiae pampilonensis, salido de las prensas del taller de Arnaldo (o Arnao) Guillén de Brocar (o Brocario) en 1490, libro del que existen detalladas descripciones, pero del que hasta hace pocos años no se conocían ejemplares.

Marca de impresor de Arnao Guillén de Brocar.

Tradicionalmente la primera noticia que se tuvo de una obra impresa en Pamplona, por el citado Arnaldo Guillermo Brocario, fue relativa a tres libros del fraile Pedro de Castrovol en el año 1489 (con nuevas ediciones en 1492 y 1496). De hacia los mismos años es una gramática del bajonavarro Esteban de Masparrautha, titulada Regulae (1492), el Epílogo en medicina y cirugía (1495) y la denominada Dieta Salutis (1497). Sea como sea, hay que destacar la actividad de humanistas e impresores en Navarra desde fechas muy tempranas. Para estas cuestiones puede consultarse el libro La imprenta en Navarra. V Centenario de la imprenta en España (Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1974) y, por supuesto, el primero de los nueve volúmenes de la monumental obra de Antonio Pérez Goyena Ensayo de bibliografía navarra. Desde la creación de la imprenta en Pamplona hasta el año 1910 (Pamplona, Diputación Foral de Navarra, 1947-1964)[1].


[1] Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, Navarra. Literatura, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana), 2004.

«Ángel en el País del Águila» (1954) de Ángel Martínez Baigorri: temas (4)

Otro tema presente en el poemario[1] es la evocación de los descubridores de América. Hemos visto que, en el poema 4 de la primera sección, los paseos del Ángel —sus vuelos, habría que decir más bien— por la ciudad de Nueva Orleans introducían el tema de los descubridores europeos, que llegaron por el mar (el océano Atlántico) al río (el Misisipi, que los españoles llamaron río del Espíritu Santo, el cual desemboca en el golfo de México, cerca de Nueva Orleans, a unos 160 km de la ciudad). Pero esa idea ya quedaba anticipada en el poema anterior, el 3, «Ya en ti resucitado / para aprender tu nombre» (pp. 23-24):

Mi retorno en tus calles
a don Fernando Soto:
por la Doncella de Orleans, bajando,
me encuentro, nuevo y viejo, el mismo en otro.
Ya en ti, Nueva Orleans, resucitado (p. 23).

Debemos recordar que, mucho antes de que los franceses llegaran a esta zona y crearan la colonia de Nueva Francia, los españoles ya habían explorado el río Misisipi y su extensísima cuenca desde La Florida (de hecho, el adelantado extremeño don Hernando de Soto —1500-1542— tomó posesión de la cuenca del Misisipi para la Monarquía Hispánica el año de 1538[2]).

Como certeramente escribe Paasche,

la función del ángel-poeta va a ser justamente esa, crear de nuevo. Y lo va a hacer redescubriendo a los descubridores de esta América que, como él, llegaron por el mar al río. Y al redescubrirlos, al sentirse uno con ellos, va una vez más a volver a sus antiguas verdades, porque como ha dicho antes, «Todo es hoy nuevo de tan conocido» (p. 1.268) y así el río de ahora, no importa cuál sea, es otra vez el Río. Y al mar vamos «buscando el nacimiento de la gloria primera del Río porque somos» (p. 1.272)[3].

Estas ideas tienen continuidad poética en el poema 9, «El mar… “abrazo líquido”» (pp. 42-43), cuando por encima de los estridentes ruidos del tranvía el yo lírico-Ángel oye el mar —ya lo vimos— y evoca a «los que descubrieron estas tierras» (p. 42, referencia que establece un nuevo enlace o “puente” entre composiciones):

                                        El mar hallado
por los que descubrieron estas tierras
en que nunca pensaron y en que soñaba siempre
su mirada serena de ojos alucinados.

Los que mirando al cielo le dieron vuelta
         al Orbe[4],
los que expresaron clara la palabra
         del mundo,
su palabra redonda…

Hasta entonces no se descubrió el mar.

El mar se descubrió mirando al cielo
camino de estas tierras.
Y el mar fue, bajo el cielo, su palabra
         extendida (pp. 42-43).

Y sigue evocando no el «mar separado», sino «el mar, abrazo líquido del mundo, / infinidad de Dios en que navegan / sobre el cuerpo las almas, / el eterno presente / de su mirada azul de firmamento» (p. 43). Así pues, del mar ‘océano’ pasamos al Mar —con simbólica mayúscula— que es ‘la divinidad’, «la Infinidad de Dios» (p. 43). Y añade la voz lírica:

Somos del mar por los que nos hallaron.

Ríos largos del mar, venas azules
en el cuerpo de América, abrazada
por un sueño celeste de los siglos
sobre su realidad de milagro despierto.

Somos del mar por los que la encontraron.

Y al mar vamos buscando el nacimiento
de la gloria primera del Río por que somos.

Y el mar es ya un amor que todo lo une (pp. 43-44).

Y el poema acaba así, aludiendo a la doble denominación Río del Espíritu Santo / Mississippí y emparejando los nombres —las realidades— de «América y España»:

—¿Cuál es el Río del Espíritu Santo?

—Me tienta el Mississipí[5]
con su boca azul de agua.

Quisiera hundirme en él y nadar, solo,
          hasta su nacimiento
de montañas y siglos;
ser el conquistador en él de mi alma
         descubierta
y llegar hasta el mar después con su
          corriente,
para mandar en ella una invisible, in-[6]
         mensa ola,
que descubra a las tierras que se olvidan
de que fueron un día descubiertas
el alma de la Tierra de sus descubridores:

América y España, el mundo entero
sobre el vuelo de un sueño conquistado:

—¡El Águila y el Ángel! (pp. 45-46)[7].


[1] Citaré por Ángel en el País del Águila, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954, pero teniendo a la vista la edición de Emilio del Ríoen Poesías completas I, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999, donde el poemario ocupa las pp. 589-649.

[2] El callejero de Nueva Orleans, los nombres de sus calles, sirven para introducir la referencia histórica, no solo al explorador y conquistador Hernando de Soto, sino también a Juana de Arco (c. 1412-1431), conocida como «la Doncella de Orleans» («La Pucelle d’Orléans», en francés).

[3] Rosamaría Paasche, Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Educación y Cultura), 1991, p. 141.

[4] Editado con minúscula, «orbe», en Poesías completas I.

[5] Con esta grafía (las dos veces con ss, pero con una sola p, y con tilde en la í final) en la edición original de 1954; en Poesías completas I se escribe «Mississippi».

[6] Mantengo este encabalgamiento silábico del texto de 1954, que me parece tiene intencionalidad estilística; en Poesías completas I se transcribe «Para mandar en ella una invisible, inmensa ola» como un solo verso.

[7] Remito para más detalles a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una aproximación al poemario Ángel en el País del Águila (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis, estructura y temas», Príncipe de Viana, año 83, núm. 282, enero-abril de 2022, pp. 107-145.

Historia literaria de Navarra en la Edad Media: obras jurídicas e históricas

Las obras legislativas[1] escapan al terreno de la estricta literatura, aunque a veces incorporen determinados pasajes o elementos con valor literario (piénsese, por ejemplo, en los exempla contenidos en el Fuero general de Navarra, especie de apólogos, patrañas o cuentecillos a la manera de los de El conde Lucanor de don Juan Manuel). Recordaré brevemente los títulos de algunas de estas obras, comenzando por el Liber Regum, escrito en romance navarro hacia el año 1200, que forma parte del códice llamado Cronicón Villarense. El Fuero de Estella, los Fueros de la Novenera, el Fuero extenso de Tudela, el Fuero general de Navarra (recopilado al llegar al trono Teobaldo I, «rey de extraña lengua y nación»), de mediados del siglo XIII, del que destacan sus apólogos o exemplos. En fin, Felipe de Navarra, que vivió en el siglo XIII, es autor de otro libro con recopilaciones legales: Libro de Felipe de Navarra; y al siglo XIV corresponde la figura del pensador villavés Pedro de Atarrabia[2].

En el terreno de la historiografía, debemos mencionar a don Rodrigo Ximénez de Rada (Puente la Reina, ¿1170?-Vienne, Francia, 1247). Fue arzobispo de Toledo, alma de la memorable batalla de las Navas de Tolosa y un destacado cronista, hasta el punto de haber sido calificado como «padre de la Historia de España». Es autor de Rerum in Hispania gestarum libri IX o Historia Gothica (que abarca hasta el año 1243, y también se conoce como De rebus Hispaniae), el Breviarum Ecclesiae Catholicae (una historia eclesiástica) y una Historia Arabum. Otro historiador navarro, ya del siglo XIV, es fray García de Eugui, que fue obispo de Bayona y confesor de Carlos III el Noble. Escribió una Corónica de los fechos subcedidos en España dende sus primeros señores fasta el rey Alfonso XI. En fin, podríamos aludir en este apartado a Los Diez Mandamientos, que sería la erudita obra de un anónimo religioso navarro de principios del siglo XIII. Escribe Zalba a este respecto:

Casi al mismo tiempo que en Castilla aparece el romance en Navarra, si bien no se usa sino en los documentos oficiales y en las obras escritas por monjes u obispos; y antes de que los reyes de Castilla San Fernando y su hijo Alfonso el Sabio ordenaran el uso oficial del romance, aparece la obra titulada Los Diez Mandamientos, una de las primeras muestras de la prosa erudita, debida a la pluma de un religioso navarro, cuyo nombre se ignora, a principios del siglo XIII[3].

Pasando al terreno de la literatura religiosa, podríamos recordar el libro editado por González Ollé en 1995 Sermones navarros medievales. Una colección manuscrita de la Catedral de Pamplona. Incluye este trabajo, que es edición parcial de ese sermonario, los titulados «In die Ascensionis», «In die santo Pentecostes», «Dominica XIII», «Sancti Laurencii sermo» y «San Martín». Destaca su editor que estos textos son interesantes por la escasa atención prestada al estudio de la oratoria sagrada en España durante la Edad Media; pero también por otra circunstancia: «las piezas ahora por vez primera publicadas se hallan escritas en un dialecto iberorrománico, el navarro, de exigua aplicación —a juzgar por los testimonios hasta el momento descubiertos— en registros expresivos superiores al idóneo para su empleo en documentación de carácter jurídico y legal»[4].

Estas son las conclusiones que en otro lugar establece el mismo González Ollé a propósito del conjunto de la producción literaria del periodo que acabo de reseñar, en el que encontramos obras y autores tan variopintos:

Escasas manifestaciones literarias en romance navarro; inexistentes, hoy por hoy, en vascuence, tal resulta el pobre balance con que termina el examen de las lenguas mayoritarias de Navarra en la época medieval. Algunas noticias documentales sobre circulación de libros y otras actividades análogas no bastan para mejorar el desolador panorama. Sí queda sensiblemente modificado, en abierto contraste con la situación expuesta, si se atiende a una heterogénea —en cuanto a lengua y modalidad literaria— nómina de obras relacionadas por diversas circunstancias con Navarra. Proceden de grupos sociales que son considerados no tanto navarros como asentados en Navarra, por lo general con un determinado status personal o colectivo, que lleva aparejada, para cada uno, la utilización de su propia lengua. A esas minorías étnicas se adscriben varios autores, de los que no en todos los casos consta su naturaleza navarra; otros sí la poseen, por su lugar de nacimiento, pero su vida entera, desvinculada de Navarra, transcurre en tierras lejanas y nada afines a la originaria. Adviértase que Navarra se emplea aquí con un alcance geográfico semejante al actual, pues sirve para denominar aquellas zonas de la Frontera Superior árabe que luego incorporará a sus dominios la monarquía pamplonesa[5].


[1] Ver Juan Antonio Frago Gracia, «Literatura navarro-aragonesa», en José María Díez Borque (coord.), Historia de las literaturas hispánicas no castellanas, Madrid, Taurus, 1980, pp. 262-264.

[2] Ver Ana Azanza Elío, Diccionario de pensadores. I, Pensadores navarros, siglos XII-XX, Pamplona, Ediciones Eunate, 1996.

[3] José Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», Euskalerriaren Alde, XIV, p. 346.

[4] Fernando González Ollé, Sermones navarros medievales. Una colección manuscrita (siglo XV) de la Catedral de Pamplona, estudio, edición parcial, notas y glosario de…, Kassel, Edition Reichenberger, 1995, «Nota previa».

[5] Fernando González Ollé, Introducción a la historia literaria de Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dirección General de Cultura-Institución «Príncipe de Viana»), 1989, pp. 69-70. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, Navarra. Literatura, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana), 2004.

«Ángel en el País del Águila» (1954) de Ángel Martínez Baigorri: temas (3)

En otro orden de cosas, merece la pena destacar que en varios de estos poemas[1] se ofrecen descripciones —más o menos detalladas— de algunas ciudades, sobre todo de Nueva Orleans (Luisiana) en el tramo inicial del libro; recuérdese que desde Granada, Nicaragua, Martínez Baigorri pasó a la Loyola University, la universidad de los jesuitas (actualmente llamada Loyola University New Orleans). El poeta la describe como una ciudad vegetal cuyo corazón y arteria principal es Canal Street:

Esta ciudad oscura de una calle
donde la noche es día de luces que se mueven;
con anuncios que son en sus colores vida,
la ciudad parpadea
en Canal Street, por el que todo vive.

—Canal que fue canal de agua de vida
y luego charco muerto,
ya surtidores de agua de luz resucitada,
corazón de ciudad y arteria roja
por la que va su vida a todo el cuerpo.—

Pero su vida-vida está en la sombra.
Su verdor crece bajo un gris de lluvia.
En un claro de estrellas,
la vida que a la sombra se recata
es ciudad vegetal que alza sus hijos verdes
al aire de otra vida,
sobre el color de acero y aluminio
del terrestre poder de la mecánica (pp. 25-26).

La ciudad, con sus luces y colores, con los ruidos de sus motores, protagoniza un renacer y un morir constantes (y el Ángel, también él renacido a la vida y esperanzado[2], se identifica con ella):

Brillan fuera las luces:
hervir fascinador de un renacer y de un morir constante,
inquietante y sereno.
En fuentes de color iluminadas almas,
brillan fuera las luces
y abajo, en el silencio, trabajan los motores (p. 26).

Nueva Orleans, French Quarter.
Pubs and bars with neon lights in the French Quarter, New Orleans USA

En el tramo final del poema cambia la perspectiva del yo lírico, que de la descripción física de la ciudad actual pasa a evocar los orígenes de Nueva Orleans o, en un sentido más amplio, la llegada a aquellas latitudes de los descubridores europeos:

Esta es toda esperanza:
todo lo gris será verde en la aurora
de la ciudad de nuevo al sol nacida.
La ciudad que hizo un río…

                                       El mundo es ancho
y la sorpresa —un águila de plata—
lleva en el pico un barco por los aires
         del sueño,
y en la proa del barco abre sus alas
         sobre el águila un ángel.

Nueva Orleáns, que no era todavía
cuando era ya en el sueño de los que la encontraron,
puerta de oro del Norte al Sur que espera,
puerta de oro del Sur al mar del Norte.
Y vuelven hasta mí rompiendo selvas, dominando cumbres,
atravesando océanos,
con vuelos hacia el sol, ¿águilas?,
                                                        ¡hombres!

Aquellos hombres
que por el mar llegaban a los ríos
para hacer de los ríos puertas de oro
hacia todos los mares (pp. 26-27).

Como podemos apreciar en esta cita, águila es un símbolo plurivalente a lo largo del poemario. El significado más evidente es, en efecto, el que supone la identificación de la palabra Águila (en mayúscula) con los Estados Unidos, pero escrita en minúscula, águila, sirve para aludir, indirectamente, a los descubridores de aquellas tierras. El Ángel se hace una pregunta retórica acerca de si «Los que llegaron por el mar al río» (título del poema) fueron águilas, para responderse de inmediato, exclamativamente, que fueron «¡hombres!». Destacaré también, de paso, la conexión que se establece entre los poemas 3 y 4: la visita al Barrio Francés (el French Quarter, en inglés; el Vieux Carré, en francés) le ha recordado a España (poema 3), y este recuerdo a su vez le hace evocar la llegada de los antiguos descubridores a esa zona de América (poema 4)[3].

Si pasamos al siguiente poema, el número 5, con título «Sorprendido» (pp. 28-31), veremos que el Ángel evoca y describe ahora la «¡Nueva Orleáns[4], Nueva Orleáns nublada!» (toda la composición es un apóstrofe a la ciudad), al tiempo que expresa su deseo de cazar[5] el alma de la ciudad:

Hoy no se pone el sol.
Pasó sobre las nubes
del Oriente al Poniente y dejó abajo
un día gris de ternura amorosa,
delicada y viril,
que hizo a Nueva Orleans del siglo trece.

Pero ya en el reflejo gris rosado del cielo bajo enciende
Canal Street la alborada de sus luces,
que anuncia el día a la ciudad en sombra.

La lluvia aumenta y cubre con su sonar los ruidos
agrios del imposible y ya intentado
vuelo libre del Águila Mecánica.

¡Ni con el Ángel dentro!

Pero bajo la lluvia
—la lluvia, ángel sonoro bajo el cielo
que hace del llanto un canto—
la ciudad, toda suya, vieja y nueva,
se recoge a su nombre.
Y el Ángel en el Águila escondido
busca el alma del Águila en la lluvia
para, acechando al corazón, hallarse
con su calma en sí mismo…

Nueva Orleáns, ¿y no te hallaré el alma
para apresar y libertar —para expresar—
el alma de la mía? (pp. 30-31).

La avenida de Canal Street será evocada de nuevo en el poema 6, «Al paso del otoño»:

Llueve y llueve.

                          Y al paso del otoño,
por la ciudad en sombra,
versos tranquilos sin las conmociones
del corazón que ya sabe el destino
de su latir mañana.
Versos serenos de hoy en plena lluvia
y sobre Canal Street iluminados,
al paso del otoño (p. 32).

La inspiración del poema parece surgir de un detalle mínimo, la imagen contemplada por el yo lírico-Ángel de una viejita que compra unas flores en un puesto callejero y que avanza caminando en medio de la riada que la lluvia ha dejado en la calle:

Todo es escaparate…

                                  Llueve y llueve…

La lluvia es verdadera
          —no anuncio de otra lluvia—.

En el País del Águila Mecánica
la lluvia es verdadera.

La lluvia, ángel sonoro bajo el cielo,
que hace del llanto un canto (p. 34).

En el poema 7, «Weekend en el Eastend» (pp. 35-39), más que descripción hay una evocación de esta «New Orleans[6] de cerca, vista, amada», en contraposición a otras ciudades estadounidenses como New York, Filadelfia y Chicago:

Todo es hoy viejo de tan revelado:

Todo, New Orleans de cerca, vista, amada,
New York de lejos y tan conocida
          —en el presentimiento, en el retrato
          que hizo en dos ojos que por mí la miran—;
Filadelfia, ciudad de amor hermano
y vidas jóvenes lanzadas
a mil millas por hora
en llamas, corazones arrastrados
por miradas, de vida;
Chicago con dos alas que son mías
          —Tuyas, Luis[7], y más mías,
si te las doy me las das abiertas— (pp. 35-36).

En «II. Dondequiera te miro» (el segundo de los «Dos paréntesis» que son los poemas unidos «10 y 11»), se menciona el «barrio de los negros», con una nueva alusión a la gran arteria que es Canal Street y también a la Saint Charles Avenue:

Sólo estorban el blanco de mi mirada negros[8],
muchos negros
—estoy pasando el barrio de los negros;
¿y cuál no es aquí el barrio de los negros?—
y me acuerdo:
                     Llegué a Canal Street[9]. TRANSFER:
Un papelito verde. —¿Solo uno?
Bajo. Te espero. Y qué susto este mío
al ver que te has quedado en el tranvía
que vuelve a la Avenida de San Carlos.

¿A dónde irás ahora?
Y siempre irás a donde yo te espero (p. 51).

En fin, el elemento afroamericano reaparece en el poema «Nueva York en Gracia» (no incluido en la edición de 1954, añadido como composición final en la reedición de Poesías completas I, pp. 645-649):

Esta vez Nueva York ha sido
Ciudad de la Gracia:

Tenían luz en la sombra
Las negras iluminadas
Por sus ojos mismos. Era
De luz la sombra en su cara,
Como si hacia afuera ardiesen
Por millones de ventanas (pp. 645-646)[10].

Este poema, que métricamente es un romance de rima é o, es importante pues nos muestra a Nueva York sucesivamente como «Ciudad del silencio», «Ciudad del reposo» y «Ciudad de la gracia». En el apartado «I. Realidad» se evocan los anuncios de colores y ruidos, tan abundantes como en Nueva Orleans, pero sublimados aquí por el silencio que ahora sabe encontrar —o más bien «recoger», como dice el texto— el Ángel:

Mil ríos de lava eléctrica
Que estallaban en destellos
Rojos, verdes, de oro, azules,
No apagaban el incendio
De la sombra condensada
Por todas las luces dentro
En las que era Nueva York
Toda voz de mi silencio (p. 645).

Convertida ya para el Ángel en «Ciudad de la gracia», puede afirmar: «Y eran ríos de bondad / Tus calles de noche al alba» (p. 646). Por otra parte, se menciona el volcán de los destellos de la ciudad, los cuales no apagan el incendio «de todas las luces dentro» / de la «sombra condensada» del Ángel (p. 646). Veamos:

Esta vez Nueva York ha sido
          —Frenética en su vida que arrebata—
La ciudad del silencio
          —Soledad de la demasiada gente—,
                                    La ciudad del reposo,

La ciudad
                 —Nueva York—
                                              de la Gracia (p. 646).

El apartado titulado «(Intermedio)» merece la pena copiarlo entero:

(Me refugié en mi Nueva York de noche

Mi Nueva York de luces
Que se veían en todo el río
         —El río y el prestigio de su nombre,
         River drive, en refugio de las luces,
         Creándose en su luz, la luz del nombre—.

Aérea solidez de sombra hundida,
Sólo dejaba en el temblor del agua
Que la movía —¿se movía?— quieta
La silueta soñada de un cuadro puntillista
Con un fondo de noche de paz y de agua buena
Donde el alma se funde.
Subía
           —hasta mi imperio—
                                              al inclinarme:
También la sombra en mi refugio es monte.

Para mirar abajo el cielo en luces,
Me refugié en mi Nueva York de noche.) (pp. 646-647).

Por lo que respecta al apartado «II. Ya el ángel entró al águila», interesa destacar que se construye como un apóstrofe a la ciudad —«Hoy te he tomado el pulso, Nueva York» (p. 647)—. Convertida ella —se dice— en fiel de balanza interior, concentra al Ángel y le eleva a eternidad, y él a su vez fija a la ciudad en la eternidad. Y el yo lírico sigue evocando a Nueva York en el momento de su despedida:

Me voy con tu impresión de aéreas moles
Donde la niebla su espesor ablanda
Y el azul se condensa en tu luz sola
Para dejarte entre tu azul clavada
—Si negra de humo y tiempo, en ciclo limpia—
O donde el día que se apaga
                                            queda
Dentro de ti, como yo en mí, encendido para
Mirarnos desde ti en la noche por
Millones y millones de ventanas.

Toda cabías en la media luna,
Ciudad entera con tu sol en ascuas (p. 647).

Nueva York es ya, para el Ángel, una «Ciudad absuelta» (p. 648), que queda en él con su «pureza / blanca» (p. 647, eficaz encabalgamiento), es una Nueva York en Gracia. El poema incluye el dato de que es el Domingo de Ramos, y se predica ahora —jugando paronomásticamente del vocablo— que «El Bronx no es bronco»; más bien al contrario, ese distrito deteriorado, en parte, y tradicionalmente considerado peligroso parece un remanso de paz, un trasunto casi de un idílico locus amoenus a la manera de fray Luis o san Juan de la Cruz:

El Bronx no es bronco. Llega un ruido suave
Que le recoge al pecho en la luz blanca
Y apaga las locuras de sonido,
El frenesí de luz, la intemperancia
De las prisas, en un sosiego manso
—Quieto nacer—
                              de Nueva York en Gracia (p. 648).

Merced a la Gracia, «Todo se quedó en calma», lejos de la habitual agitación de la metrópolis, y el yo lírico puede disfrutar amorosamente de la «luz callada / De un parque recogido» (p. 648), aquel en que se ve la estatua de Cullen Bryant[11]. En fin, allí el yo lírico, en Gracia con Nueva York y con la gracia de la poesía, queda transfigurado en Ángel sin Tiempo:

Porque ha habido un silencio…
                                                 Otro silencio
Y vuelvo a estar con Nueva York en Gracia:

Gracia de poesía en la divina altura
De estar en mí, Dios mío, a Ti subiendo
                                       en la Ciudad del Alba
Y hallar toda la paz que se me entrega
Más allá de los ruidos en alarma.
Y sentir y sentir que más acá de todo,
Sobre el silencio de Ángel entra al Águila
Y se queda en el Águila y el Ángel
                                       sobre el tiempo

—¡Mi Empire State!
                                           tu eternidad centrada.

Nueva York, Lunes de Semana Santa,

Sin Tiempo (pp. 648-649)[12].


[1] Citaré por Ángel en el País del Águila, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954, pero teniendo a la vista la edición de Emilio del Río en Poesías completas I, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999, donde el poemario ocupa las pp. 589-649.

[2] Escribe Ellacuría al respecto de este pasaje: «No obstante, varias veces a lo largo del libro se presenta la duda sobre la posible conjunción del ángel con el águila; encamación del ángel y espiritualización del águila. Porque aquí no se propone utópicamente una imposible vuelta a la negación de todo lo mecánico, sino la superación de lo puramente corporal por la vivificación y exaltación del espíritu» («Ángel Martínez, poeta esencial», en Escritos filosóficos I, San Salvador, UCA Editores, 1996, p. 136).

[3] A su vez, en el poema 8, «(Paréntesis.- Castilla al sol» (pp. 40-41; en el título se abre un paréntesis que no se cerrará hasta el final de la composición), el yo lírico evocará la presencia en España de Carlos Martínez Rivas —amigo personal de Martínez Baigorri—, al que ubica «en el Castillo de la Mota» (cerca de Medina del Campo, Valladolid), jugando además del vocablo: Castilla / Castillo: «—¿Voló un águila? / Sobre el sol pasa el Ángel de un silencio dorado)» (p. 41; se cierra aquí el paréntesis abierto al principio, en el propio título). Se trata, en efecto, de un poema parentético, alejado temáticamente de aquello de lo que se venía hablando; sin embargo, la mención final del águila y el Ángel lo engarza perfectamente con el conjunto de la serie poética en que se inserta. A su vez, este poema 8 enlaza igualmente con lo expresado en el que es el número 10, titulado «II. Dondequiera te quiero». Este tipo de “continuidades” entre poemas refuerza ese carácter unitario de Ángel en el País del Águila que la crítica ha destacado como característica del poemario, más bien poema único todo él.

[4] Mantengo la forma con tilde que se emplea en el poemario de 1954. En la reedición de 1999, Poesías completas I, se editará Nueva Orleans.

[5] Los versos de arranque del poema son: «Ya en ti resucitado, sorprendida, / ¿no te cazaré el alma? / Para apresar y libertar —para expresar— el alma de la mía, / ¿no te cazaré el alma / con mis versos de otoño»; en la parte final de la composición —otra de las que tiene estructura circular— el repetido cazaré se transforma en hallaré.

[6] Menciona ahora el nombre de la ciudad en inglés, si bien lo más frecuente es que lo haga en español: Nueva Orleáns (así, y a veces sin tilde).

[7] Entiendo que el vocativo se dirige a su amigo Luis A. Icaza, que fue quien gestionó la publicación en España de Ángel en el país del Águila.

[8] Más allá del fácil juego de palabras blanco / negros, el «estorban» ha de entenderse en el sentido de que ‘rompen su recuerdo de espacios madrileños’ al evocar la estancia en España de su amigo Carlos Martínez Rivas, que es el contexto en que se sitúan estos versos.

[9] Por lo general el nombre de Canal Street se está escribiendo siempre en cursiva, excepto en esta ocasión y, antes, en la p. 24.

[10] Mantengo aquí la mayúscula iniciando cada verso, según figura en la edición del padre Emilio del Río en Poesías completas I.

[11] Se refiere a The William Cullen Bryant Memorial, dedicado a ese poeta, periodista y crítico estadounidense (Cummington, 1794-Nueva York, 1878) ubicado en el Bryant Park, en Manhattan.

[12] Remito para más detalles a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una aproximación al poemario Ángel en el País del Águila (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis, estructura y temas», Príncipe de Viana, año 83, núm. 282, enero-abril de 2022, pp. 107-145.

Historia literaria de Navarra en la Edad Media: literatura en lengua occitana

En el mismo periodo cronológico que el «Roncesvalles navarro», tenemos que aludir asimismo a otras composiciones inspiradas en hechos históricos, pero escritas en lengua occitana[1]. Uno de los más famosos trovadores de este momento, Guillem o Guillermo de Tudela, familiar del conde Balduino y cortesano de Pedro II de Aragón (parece ser de familia franca asentada en Tudela, lugar de su nacimiento), es autor de la primera parte de la Cansó de la Crozada contra’ els eretges dʼAlbegés (Canción de la Cruzada contra los albigenses), poema épico escrito en provenzal. Para Zalba, se trata de una «historia verídica y verdadera epopeya, no solo por el ritmo, sino también por la forma narrativo-descriptiva; caracterizándose además por el color y la fidelidad en la exposición de los hechos, por las delicadezas de ingenio, por la originalidad y por las creaciones robustas de caracteres»[2]; González Ollé señala que interesa «como muestra sobresaliente del cultivo de la poesía provenzal en Navarra y por autor navarro»[3].

Por su parte, Guilhem Anelier de Toulouse (su nombre se consigna con distintas variantes: Guillem Anelier de Tolosa, Guillermo de Anelier, Annelier, Aneliers, Anheler…) es autor de La guerra civil de Pamplona (se trata de un título facticio), poema escrito también en lengua occitana (aunque el autor da entrada a varios vocablos navarros) formado por más de cinco mil versos dodecasílabos (divididos en hemistiquios de seis sílabas) repartidos en ciento cuatro tiradas. Anelier llegó a Navarra acompañando al gobernador Eustaquio de Beaumarché y estuvo presente en las graves revueltas que devastaron gran parte de Pamplona a lo largo del año 1277. Se ha comentado que en esta composición el narrador ahoga al poeta, y que, por tanto, su valor es más histórico que literario. El manuscrito de esta obra perteneció al monasterio de Fitero, de donde pasó a manos de don Pablo Ilarregui, quien lo publicó en Pamplona el año 1847, donándolo después a la Academia de la Historia. Va encabezado con una inscripción latina, en letras góticas mayúsculas, de color encarnado y azul alternas, que dice «Guillermus Anelier de Tolosa me fecit». Existe una edición facsímil y modernizada del texto original occitano, con traducciones al castellano y al euskera, publicada por el Gobierno de Navarra en 1995[4].

La guerra civil de Pamplona, de Guillermo Aneliers de Tolosa, edición de Pablo Ilarregui (1947)

González Ollé nos ofrece la siguiente valoración de estos dos títulos en provenzal: «Las dos obras últimamente mencionadas cuentan entre las de mayor envergadura literaria de la Navarra medieval y representan la más notable manifestación —existen otras de menor alcance— del cultivo de la poesía provenzal en dicho reino»[5].

Debemos recordar también en este apartado a don Teobaldo, cuarto conde de Champagne de ese nombre, que reinaría en Navarra en el periodo 1234-1253 como Teobaldo I[6]. Trovero más que trovador, es autor de unas cincuenta canciones (pastorelas, serventesios, chansones, descorts o lamentaciones). Teobaldo habría estado enamorado supuestamente de la hermosa Blanca de Castilla, reina viuda de Francia; y, en opinión de Zalba, ese amor imposible cristalizó

en hermosas y sentidas poesías, que él mismo ponía en música: en ellas hace gala de su ingenio y de las delicadezas que sentía su corazón hacia su amada; cuenta las heridas que lo desgarran, ensalza los ojos de su dama, y quiere morir como el ruiseñor, amando y cantando. En todas resplandecen la galantería, la sutileza, la dulzura, el gracejo, la nobleza, y no faltan tampoco los rasgos de ingenuidad, llegando en algunas a promover la sexta cruzada a la que él asistió[7].

Sin embargo, debemos considerar que la poesía trovadoresca se construye con los tópicos del amor cortés y del servicio amoroso a la dama, a la que se adora de forma casi religiosa (religio amoris), y no es necesario, por tanto, buscar modelos en la vida real para esos amores literarios. Se trata más bien de convenciones genéricas, aunque en algún caso pueden tener correlatos en experiencias amorosas reales de la vida del trovador.

Otro nombre que merece la pena citar es el de Guillem o Guillaume de Machaut, quien el año 1356 dedicó a Carlos II (reinante en Navarra entre 1349 y 1387) Le confor d’ami. Podríamos recordar también a Roberto de Ketton y la Chanson de Sainte Foy[8].


[1] Ver Fernando González Ollé, «La lengua occitana en Navarra», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, 25, 1969, pp. 299-300; y Hortensia Viñes Rueda, Textos de España. Literatura navarra / Literatura francesa, Pamplona, Diputación Foral de Navarra (Dirección de Educación), 1980, pp. 11-13.

[2] José Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», Euskalerriaren Alde, XIV, 1924, p. 348.

[3] González Ollé, «La lengua occitana en Navarra», p. 300. Ver Joaquín Guillén Sangüesa, «Guillermo de Tudela y “La Canción de la Cruzada contra los Albigenses”», Centro de Estudios Merindad de Tudela, 14, 2006, pp. 103-138.

[4] Ver también Ignacio Elizalde, «Navarra en “les romans courtois”», Letras de Deusto, vol. 5, núm. 10, julio-diciembre de 1975, pp. 5-43.

[5] Fernando González Ollé, Introducción a la historia literaria de Navarra, Pamplona, Gobierno de Navarra (Dirección General de Cultura-Institución «Príncipe de Viana»), 1989, p. 72.

[6] Ver Viñes Rueda, Textos de España. Literatura navarra / Literatura francesa, pp. 9-11; Alexandre Micha, introducción a Thibaud de Champagne, Recueil de Chansons, París, Klincksieck, 1991, pp. 7-15; Víctor Manuel Arbeloa, «Teobaldo I de Navarra, rey y poeta», Río Arga, 68, tercer trimestre de 1993, pp. 5-10; y Aurelio Sagaseta, «Teobaldo I: poeta y músico», Río Arga, 68, tercer trimestre de 1993, pp. 31-35.

[7] Zalba, «Páginas de la historia literaria de Navarra», pp. 347-348.

[8] Ver Antonio Ubieto Arteta, «Poesía navarro-aragonesa primitiva», Estudios de Edad Media de la Corona de Aragón, VIII, 1967, pp. 16-27; Juan Antonio Frago Gracia, «Literatura navarro-aragonesa», en José María Díez Borque (coord.), Historia de las literaturas hispánicas no castellanas, Madrid, Taurus, 1980, pp. 254-261; y María Rosa Pan Sánchez, «Navarra y la literatura inglesa: trovadores, juglares y ministriles ingleses en la Corte navarra», Notas y Estudios Filológicos, 11, 1996, pp. 157-177. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, Navarra. Literatura, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana), 2004.

«Ángel en el País del Águila» (1954) de Ángel Martínez Baigorri: temas (2)

Uno de los temas presentes en el poemario[1] es la vida moderna en el País del Águila (Estados Unidos) y la descripción de algunas ciudades como Nueva Orleans y Nueva York.

Sabemos ya que ese País del Águila al que alude el título del poemario es, en un primer significado, Estados Unidos (el águila es, en efecto, uno de sus símbolos nacionales, presente en el escudo, en monedas y billetes, etc.). Ahora bien, en una segunda significación, más simbólica, el Águila representa específicamente los valores materiales de una civilización tan pragmática y materialista como es la estadounidense. Y así «el Águila que cuenta» (la expresión se repite en las pp. 19 y 20) simboliza precisamente el dinero, los aspectos más mundanos de la vida en las deshumanizadas ciudades modernas:

Tesoro de los ojos,
la plata de los astros
que en la mirada bebo
para encender las alas,
no sirve para el Águila que cuenta,
sí para el corazón que vuela y canta (p. 19).

El del Águila es el país «Donde todo se vende» (p. 21) y «Donde todo se compra» (p. 21). Y en el anochecer (que no es solo la puesta del sol, sino sobre todo la «noche / del alma», p. 20, eco sanjuanista subrayado por el encabalgamiento versal) casi nadie es capaz de apreciar «el derroche de oro del ocaso, / plata de las estrellas» (p. 21). En suma, prevalece aquí el deseo del oro material del Águila, y solamente la voz lírica —el Ángel— es capaz de apreciar ese oro poético del ocaso, ese lírico brillo de las luminarias nocturnas. Ahora bien, debemos tener presente la certera matización que introduce al respecto el padre Ellacuría:

Pero conviene señalar que esta obra no es, en ningún momento, una diatriba contra el mundo norteamericano, ni siquiera como abanderado del materialismo occidental. No lo es porque, en definitiva, el pueblo norteamericano más es resultado de ese materialismo que su causa, más es la manifestación que la raíz. Además, en este libro hay demasiado amor para que ni siquiera sea posible la acusación y la condena. El procedimiento es totalmente otro, el específico del cristianismo: cargar con los pecados ajenos para alcanzar su redención y salvación en el dolor de la propia vida. Más aún, hasta cierto punto se busca esa redención y salvación dentro mismo de esa cultura herida, ya que todo remedio vital carece de sentido si no se presenta como una forma de interiorización, como un ser intrínseco, operante desde dentro hacia el exterior[2].

Por otra parte, esta primera parte del poemario refleja reiteradamente detalles de la acelerada, frenética vida de las grandes urbes modernas, en las que imperan los ruidos mecánicos, estridentes, de tranvías y motores, los mil colores fluorescentes de los anuncios luminosos, las luces de los semáforos, sin olvidar otras menciones de ascensores y aparatos de aire acondicionado: «en el tranvía, desalado, / con voz de alas y rojo de la aurora» (p. 12); «cielo de los anuncios de colores / a donde el hombre sube sin escalas» (p. 15); «El cielo está lejano y es un azul vacío / de los ruidos del Águila mecánica» (p. 16); «Una mañana suave, / de sol fluorescente entre el verdor de las hojas / y aire acondicionado» (p. 16); «el movimiento eléctrico / de los ventiladores» (p. 18); «pasan los trenes» (p. 18); «encienda sus colores en las luces / que hacen su noche día» (p. 19); «los anuncios, […] los letreros» (p. 19); «dos luces / con dos letreros» (p. 21); «una calle / donde la noche es día de luces que se mueven; / con anuncios que son en sus colores vida» (p. 25); «el color de acero y aluminio / del terrestre poder de la mecánica» (p. 26); «los ruidos de los hierros desatados» (p. 26), etc.

Times Square, New York.

A veces encontramos la contraposición de los elementos mecánicos y los naturales, como por ejemplo en el poema 5, «Sorprendido», donde leemos:

Los cláxones son sones en el aire
y que el aire se lleva.

El ruido acelerado de motores
de los autos que pasan
es un vuelo de viento como seda
de las olas que mueren…:
una ola, otra ola…
                              Quedan sólo
las cigarras y pájaros, señores de la tarde (p. 30).

Con mucho tino comenta el padre Ellacuría al hilo de este pasaje:

Y así, cada página de este libro, Ángel en el país del águila, está orientada hacia la realidad y ha nacido de ella en forma de respuesta personal a los sucesos determinados que en su marcha por el mundo del águila le salieron al camino: luces y anuncios de colores, rascacielos y artefactos mecánicos, ciudades y desiertos, señales de tránsito y motores, gentes y gentes… sencillamente, la ciudad y la civilización de hoy. Mas, al mismo tiempo, esa realidad inmediata está superada en un ahondamiento que va a la caza de su unidad esencial, de su significado último y de su redención: está, en una palabra, llevado a un mundo distinto, superior y más real en cuanto más esencial (1996, p. 158).

En el largo poema número 7, «Weekend[3] en el Eastend» (pp. 35-39), el Ángel contrapone de nuevo la mecánica del Águila (lo material), «el País de la prisa y de la espera» (p. 38), con «el mundo de la Rosa, / la espada y el espíritu» (valga decir ʻlo superior trascendenteʼ):

¡Y qué abismo de ingenuidad la mía
que me hace nacer hoy en la mecánica
de un Águila tan vista
y pronunciar soñando nubes, soñando vuelos!

—¡ÁGUILAS y ÁNGELES…!

Mientras mi pensamiento,
provinciano del mundo de los hombres[4],
todo sabiduría por su mundo de gracia
          —el mundo de la Rosa,
          la espada y el espíritu—,
sube asombrado hasta los rascacielos
para ver las hormigas, allá abajo,
llevándose a los hombres
dentro (p. 37).

La formulación «Y los hombres corren desalados, / y corren, corren, corren / […] / y después de esperar, de nuevo corren, / y corren, corren, corren…» (pp. 37-38) intensifica con esas repeticiones la sensación del movimiento frenético de los hombres-hormigas contemplados desde lo alto de un rascacielos, el Empire State, que no es tanto el famoso edificio neoyorquino situado en la intersección de la Quinta Avenida y la West 34th Street, sino más bien un rascacielos metafórico desde cuya altura puede oírse a Dios[5]:

¡Qué ingenuidad la mía!:

Ya desde el X (equis) piso
de este —sólido de aire— Empire State
que yo solo levanto
en el espacio y tiempo de un solo cerrar
          de ojos…

Y cuanto más arriba, se ve menos.
Y ya del todo arriba, se ve más.

Se ensancha más el cielo,
y en el total silencio Dios se oye.

¡Se oye desde la altura que con Él se confunde! (p. 38).

Lo que ocurre es que, igual que Dios crea el mundo por su Palabra[6], el Ángel-poeta también puede crear la ciudad, que no es la «ciudad que bulle» contemplada desde lo alto, sino la ciudad creada cuando la canta el poeta:

Mirando abajo la ciudad que bulle,
no existe la ciudad.
                               Y sólo vive
pura por la palabra
del cielo que la cubre y la fecunda.

(No existe la ciudad mientras no viene
el poeta a decir:
                           —Ya está creada,
puesto que yo la canto.)
(p. 39).

No resulta complicado seguir acumulando referencias similares a esta vida huera de las ciudades modernas, a esa Águila Mecánica en la que el Ángel quiere insuflar espíritu divino: «Llueve y llueve. / Van llenos los tranvías / de edades en conserva / y anuncios de más vida que ya viene» (p. 33). En el poema 9, «El mar… “abrazo líquido”», se mencionan «ruidos desatados» («—uptown, downtown…, el tranvía chirría—», p. 42). Sin embargo, por encima de esos ruidos del tranvía el yo lírico es capaz de oír el mar, y evoca entonces a «los que descubrieron estas tierras» (p. 42, enlazando temáticamente con la cuarta composición, «Los que llegaron por el mar al río»[7]). Más adelante, en el poema 15, figura como lema la expresión «… hierro y cemento», y ahí leemos estos versos —con efectista paronomasia en el primero de ellos—:

Dólares de mis dolores,
anuncio de siglos nuevos.

El Ángel que se me muere
como encarnado en tu hierro,
¿tendrá para subir sólo
duras alas de cemento? (p. 59).

Todos los mencionados son elementos que simbolizan los aspectos más materiales de la vida moderna en el País del Águila, esa Águila Mecánica —es sintagma reiterado— carente de espíritu y aliento superior. Y aunque el enfoque y la intención son claramente otros, resulta imposible dejar de poner en relación este poemario de Martínez Baigorri con otro tan significativo como Poeta en Nueva York de García Lorca, detalle que ya fue apuntado por el padre Bertrán:

Libro sintético y unitario, Ángel en el país del águila, de viva experimentación personal, de amplios rumores de corriente caudalosa, no es sin embargo la cima más alta en la obra de Ángel Martínez. Tal vez se verifica en él esa intensa capacidad de vivificación en su interior, vivificación tan suya, que supera a veces en esta obra, la misma expresión verbal, como anotó agudamente Ellacuría. La máxima potencia se dedica aquí a la forma interna, a mostrar el paso de la vida por la muerte de la falsa, misión del poeta de verdad. Con el mérito de adivinación y de descubrimiento de poesía donde ojos menos potentes se habrían detenido en el cutis de las cosas. A otro gran poeta, García Lorca, más de veinte años antes, la estancia en Nueva York le despierta el superrealismo que dormía en el fondo de su espíritu, le revela una dinámica abismal que se estremece con la tragedia del negro, y le encrespa un grito de protesta y rebeldía. «Protesta —declara Luis Cernuda— a favor de todo aquello que en nuestra sociedad está sometido bajo poderes injustos». Reacción distinta, claro, y, en la línea de confluencia con Ángel, anotaciones muy diversas, perfectamente explicables dado el origen, temperamento y actitud vital de los dos poetas[8].

Sea como sea, en el caso de Martínez Baigorri —de su Ángel lírico— la contraposición entre materia y espíritu, apuntada en la primera parte, cobrará todo su valor simbólico —con mirada de altura trascendente— en la segunda parte; así, por ejemplo, en el poema «La vida en la que no cabe la muerte» (pp. 87-88), en el que se mencionan todos los anuncios y todas las conclusiones «de los seudoprofetas y de los seudoespirituales» (p. 87), de donde se deduce esta verdad:

Para que el Águila no sea águila muerta, águila falsa y dura de hierro y cemento, el Ángel tienen que entrar del todo en el Águila.

¡Para que el Águila viva y triunfe el Ángel!

Ángel vivo del Águila mecánica.

Para que tenga vida y para que jamás acabe su vida, es necesario volver a buscar en la muerte la vida:
La vida que la misma muerte encierra.

La vida en la que no cabe la muerte… (pp. 87-88).

Podrían citarse muchos más ejemplos, pero creo que bastará con lo apuntado[9].


[1] Citaré por Ángel en el País del Águila, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1954, pero teniendo a la vista la edición de Emilio del Río en Poesías completas I, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1999, donde el poemario ocupa las pp. 589-649.

[2] Ignacio Ellacuría, «Ángel Martínez, poeta esencial», en Escritos filosóficos I, San Salvador, UCA Editores, 1996, p. 131.

[3] En Poesías completas I se lee «Weakend», que parece errata. En efecto, aunque en inglés existe el adjetivo weakend, ʻdebilitadoʼ, y el yo lírico está convaleciente —debilitado por tanto—, no parece que el título del poema juegue con eso. El texto de 1954 trae «Weekend», y el poema alude expresamente a «este fin de semana» (p. 37). Por otra parte, Eastend podría referirse tanto a una conocida avenida neoyorquina (East End Ave, en el Upper East Side de Manhattan) o quizá al conjunto de cinco municipios de Long Island, en el condado de Suffolk, dentro del Estado de Nueva York

[4] En Poesías completas I se lee «los hombre», errata.

[5] Escribe Rosamaría Paasche: «Y empezamos aquí a ver algo positivo otra vez, porque también aquí existe todo lo que es valioso, los sentimientos, los recuerdos, los seres humanos, y, sobre todo, Dios. Aun desde el lugar más absurdamente deshumanizado, desde el último piso del Empire State se oye Dios» (Ángel Martínez Baigorri, místico conceptista, Pamplona, Gobierno de Navarra, 1991, p. 140).

[6] Ver Ellacuría, «Ángel Martínez, poeta esencial», p. 162.

[7] La presencia de este tipo de referencias cruzadas que enlazan —ya en el plano temático, ya en el nivel textual— unos poemas con otros es una característica varias veces repetida, que contribuye a dar unidad al conjunto.

[8] Juan Bautista Bertrán, «Intento de un camino», en Ángel Martínez Baigorri, Ángel poseído, Barcelona, Ediciones 29, 1978, pp. 41-42. Sin embargo, Julio Neira no incluye a Martínez Baigorri en ninguno de sus dos trabajos dedicados a rastrear la presencia de los poetas españoles en Nueva York: Geometría y angustia: poetas españoles en Nueva York, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2012; e Historia poética de Nueva York en la España contemporánea, Madrid, Cátedra, 2012. Recordemos que, para Federico, «los dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son: arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia. En una primera ojeada, el ritmo puede parecer alegría, pero cuando se observa el mecanismo de la vida social y la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, se comprende aquella trágica angustia vacía que hace perdonable por evasión hasta el crimen y el bandidaje» (palabras pertenecientes a su conferencia del 16 de diciembre de 1932 en el Hotel Ritz de Barcelona, reproducida en Obras completas, I, pp. 1094-1104). El tema de Nueva York —y de los Estados Unidos, en general— en la literatura en lengua española —no solo en el género de la poesía— ha generado numerosas obras. Baste recordar ahora algunos títulos señeros como Diario de un poeta reciencasado de Juan Ramón Jiménez, Poeta en Nueva York de Federico García Lorca, 13 bandas y 48 estrellas. Poema del mar Caribe de Rafael Alberti, Pruebas de Nueva York de José Moreno Villa, A partir de Manhattan de Enrique Lihn, Cuaderno de Nueva York de José Hierro o Ventanas de Manhattan de Antonio Muñoz Molina, entre otros muchos posibles (ver para más autores y obras los dos trabajos de Neira).

[9] Remito para más detalles a mi trabajo: Carlos Mata Induráin, «Una aproximación al poemario Ángel en el País del Águila (1954) de Ángel Martínez Baigorri: génesis, estructura y temas», Príncipe de Viana, año 83, núm. 282, enero-abril de 2022, pp. 107-145.

Historia literaria de Navarra en la Edad Media: el «Roncesvalles latino» (mester de clerecía)

Como es sabido, en el ámbito castellano el mester de clerecía aporta obras importantes como las de Gonzalo de Berceo (la Vida de Santo Domingo de Silos o los Milagros de Nuestra Señora), y también el Libro de Alexandre y el Poema de Fernán González. Pertenecen al mester autores cultos que emplean la cuaderna vía, esto es, escriben sus obras «a sílabas cuntadas, ca es gran maestría». En Navarra disponemos de un breve poema, el llamado Roncesvalles latino, que sería asimilable a esta corriente literaria culta, con la diferencia de que se trata de una composición escrita en latín, no en romance. El Roncesvalles latino data de fines del siglo XII o principios del XIII, y es una composición de cuarenta y dos estrofas en elogio del Hospital de Roncesvalles.

Hospital de la Caridad de Roncesvalles (Navarra).

Se conserva en los folios 89v-90v del Códice «La Pretiosa» de la Real Colegiata de Roncesvalles. Fue publicado en 1884 por el padre Fita en su trabajo «Roncesvalles. Poema histórico del siglo XIII»[1]. Empieza así:

Domus venarabilis, domus gloriosa,
domus admirabilis, domus fructuosa,
Pirineis montibus, floret sicut rosa,
universis gentibus valde gratiosa.

Sobre este poema, además del mencionado trabajo del padre Fita, pueden verse el de Francisco Rico, «La clerecía del mester» (1985)[2], y el muy completo de Fernando González Ollé, «El Roncesvalles latino» (1986)[3].


[1] Fidel Fita, «Roncesvalles. Poema histórico del siglo XIII», Boletín de la Real Academia de la Historia, 4, 1884, pp. 172-184.

[2] Francisco Rico, «La clerecía del mester», Hispanic Review, 53, 1985, pp. 1-23

[3] Fernando González Ollé, «El Roncesvalles latino», en Homenaje a José María Lacarra, Pamplona, Gobierno de Navarra (Institución «Príncipe de Viana»), 1986, tomo I, pp. 269-284. Para más detalles remito a Carlos Mata Induráin, Navarra. Literatura, Pamplona, Gobierno de Navarra (Departamento de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana), 2004.