Breve apunte sobre Juan Huarte de San Juan (1529-1588)

De entre los autores navarros del siglo XVI cuyas obras presentan un carácter más didáctico que literario, destaca Juan Huarte de San Juan, natural de la merindad de Ultrapuertos (nació en San Juan de Pie de Puerto en 1529, y moriría en Linares, Jaén, en 1588). Cursó estudios de Humanidades en Huesca y de Medicina en la Universidad de Alcalá entre 1553 y 1559. Vivió en varias ciudades españoles: Huesca, Granada, Baeza (de la que fue nombrado médico vitalicio el año 1566 por Felipe II) y Linares. Contrajo matrimonio con Águeda de Villalba, con la que tuvo siete hijos.

Juan Huarte de San Juan

Juan Huarte de San Juan es autor de una obra que pronto se hizo famosa, el Examen de ingenios para las sciencias (Baeza, Juan Bautista de Montoya, 1575). El libro, cuyo título completo es Examen de ingenios para las sciencias. Donde se muestra la diferencia de habilidades que hay en los hombres, y el género de letras que a cada uno responde en particular, contó con varias reediciones en pocos años: Pamplona, 1578; Bilbao, 1580; Valencia, 1580; Huesca, 1581, etc. y con traducciones a varias lenguas europeas.

Portada de Examen de ingenios para las sciencias

Esteban Torre Serrano, uno de los editores modernos del Examen[1], ha destacado la actualidad de la obra de Huarte de San Juan:

Al cabo de cuatro siglos, la lectura de este libro extraordinario ofrece poco que perdonar y mucho que agradecer. Sus páginas son, ante todo, un regalo para los oídos que saben disfrutar con las palabras sencillas y claras, portadoras de un pensamiento transparente. El objetivo principal de Juan Huarte es el establecimiento de un principio de justicia distributiva, según el cual cada uno debe ocuparse solo de aquellas tareas para las que está realmente capacitado. De una distribución racional de los trabajos […] se seguirían los mayores beneficios para el individuo y para el conjunto de la sociedad. La verdadera orientación profesional habría de partir del examen previo de las capacidades naturales, que para Juan Huarte dimanan de la constitución del cerebro, es decir, de su «naturaleza», que no es otra cosa sino el «temperamento de las cuatro calidades primeras».

Esas cuatro calidades primeras son calor, frialdad, humedad y sequedad, que dan origen a los cuatro elementos (aire, fuego, tierra, agua) y a los cuatro humores (sangre, cólera, melancolía, flema). Según se encuentren mezclados en cada individuo, tendremos los distintos temperamentos. Respecto al género del Examen, copio estas esclarecedoras palabras del mencionado crítico:

Dada la complejidad de los elementos —filosóficos, científicos, literarios— que intervienen en la obra de Juan Huarte, no resulta fácil su clasificación en el conjunto de las manifestaciones del espíritu humano. Se le suele aplicar una fórmula de compromiso, «prosa didáctica» o «literatura ideológica», que trata de soslayar, entre otros, el debatido problema de los géneros literarios. Lo cierto es que el Examen de ingenios para las ciencias se inscribe, por derecho propio, en la gran Historia de la Cultura española. El admitir, o no, la «literariedad» de este hermoso libro depende del concepto mismo que se tenga de literatura.

El estilo de Huarte de San Juan es claro y sencillo, siendo la suya una prosa que busca la concisión y el equilibrio, una naturalidad típicamente renacentista. Torre Serrano recuerda todavía un elemento más, la inclusión de rasgos de finísimo y contenido humor, que «dan una nota de auténtica y castiza galanura a los temas —tan serios— que se estudian en el Examen». Y evoca el elogioso juicio que le mereciera a Rufino J. Cuervo: «Fuera del valor científico de Huarte, que todos han reconocido, me parece que este escritor es modelo acabado de estilo y lenguaje didáctico, claro, preciso, sencillamente elegante».

La posible influencia ejercida por la obra de Huarte de San Juan en el Quijote ha dado lugar a algunas entradas bibliográficas. Es posible que Cervantes pudiera inspirarse en la lectura del Examen para determinados pasajes de su inmortal novela y para trazar el carácter del cuerdo-loco hidalgo manchego. Fue sobre todo Rafael Salillas, en su obra de 1905 Un gran inspirador de Cervantes. El doctor Juan Huarte y su «Examen de ingenios», quien más insistió en las deudas contraídas por el alcalaíno con el tratado del navarro de Ultrapuertos.

Una última cuestión que cabe recordar al referirnos a Juan Huarte de San Juan es la «apasionada defensa» de la lengua castellana que realiza en el capítulo VIII del Examen:

De ser las lenguas un plácito y antojo de los hombres, y no más, se infiere claramente que en todas se pueden enseñar las ciencias, y en cualquiera se dice y declara lo que la otra quiso sentir. Y así, ninguno de los graves autores fue a buscar lengua extranjera para dar a entender sus conceptos; antes los griegos escribieron en griego, los romanos en latín, los hebreos en hebraico y los moros en arábigo; y así hago yo en mi español, por saber mejor esta lengua que otra ninguna.


[1] Esteban Torre, que editó el Examen en los años 1976 y 1988, es autor de un estudio titulado  Ideas lingüísticas y literarias del doctor Huarte de San Juan (1977). Ahora puede consultarse además la excelente edición a cargo de Guillermo Serés (Madrid, Cátedra, 1989).

El Humanismo y la defensa de las lenguas vernáculas

El desarrollo de la imprenta —importante en Navarra, como apuntaba en otra entrada— va unido al auge de los autores humanistas, y a su defensa de las lenguas vernáculas. Recordemos que el Humanismo es una corriente intelectual caracterizada por el deseo de asimilación del pensamiento, la literatura y el arte de la Antigüedad clásica[1]. Dante, Boccaccio y, sobre todo, Petrarca, los autores italianos más importantes de los siglos XIII y XIV, suponen su punto de arranque, en los albores del Renacimiento.

Petrarca

Más tarde se les sumarán Pietro Bembo, Baltasar de Castiglione, León Hebreo, Ludovico Ariosto, Erasmo de Rotterdam…, y en España Alonso de Palencia, Elio Antonio de Nebrija, Juan y Alfonso de Valdés, Luis Vives o Arias Montano, entre otros. Frente al pensamiento teocéntrico medieval, todos estos intelectuales —que tienen un profundo conocimiento del pasado grecolatino— colocan al hombre en el centro de su cosmovisión (humanitas) y privilegian como valor destacado la cultura.

Los humanistas, por un lado, potencian la recuperación de las lenguas clásicas (griego, latín, hebreo…), que ellos dominan a la perfección. Pero, al mismo tiempo, consideran que las lenguas vernáculas —hasta entonces no suficientemente valoradas— constituyen un vehículo adecuado para el cultivo de las ciencias, para la transmisión de los saberes y para la expresión literaria. En este sentido, es esencial un tratado de Dante escrito en latín, De vulgari eloquentia (Sobre la lengua vulgar), en el que lanza un brioso alegato en defensa del italiano. En el mismo sentido se manifestaría, ya en el XVI, el veneciano Pietro Bembo —autor de Gli Asolani y sistematizador del petrarquismo— con su trabajo Prose della lingua volgare.

En el ámbito hispánico, el hito más importante que debemos recordar es, sin duda alguna, el famoso Arte de la lengua castellana (1492) de Nebrija, que se convierte, precisamente, en la primera gramática de una lengua vulgar. En esta obra, Nebrija dignifica el castellano, equiparándolo al latín, y manifiesta su idea de que es una lengua válida desde el punto de vista político y también desde el artístico. Estamos, pues, en un contexto de estima creciente por las lenguas vulgares, aunque a la altura de 1533 Garcilaso de la Vega se lamenta todavía: «Yo no sé qué desventura ha sido siempre la nuestra que apenas ha nadie escrito en nuestra lengua, sino lo que se pudiera muy bien excusar». Por su parte, Juan de Valdés, en su Diálogo de la lengua (1535), señala:

… como sabéis, la lengua castellana nunca ha tenido quien escriba en ella con tanto cuidado y miramiento cuanto sería menester para que hombre, quiriendo o dar cuenta de lo que scribe diferente de los otros, o reformar los abusos que hay hoy en ella, se pudiese aprovechar de su autoridad.

Y, en la misma obra, consigna estas expresivas palabras:

Todos los hombres somos más obligados a ilustrar y enriquecer la lengua que nos es natural y que mamamos en las tetas de nuestras madres, que no la que nos es pegadiza y que aprendemos en libros.

No menos tajante se muestra Cristóbal de Villalón en su Proemio a la Gramática castellana (1558): «La lengua que Dios y naturaleza nos ha dado, no nos debe ser menos apacible que la latina, griega y hebrea». En fin, entre las muchas citas que cabría aducir, podemos recordar el testimonio de dos escritores navarros, Juan Huarte de San Juan, nacido en Ultrapuertos, y el cascantino fray Pedro Malón de Echaide. El primero realiza una «apasionada defensa» de la lengua castellana en el capítulo VIII de su Examen de ingenios para las sciencias (1575):

De ser las lenguas un plácito y antojo de los hombres, y no más, se infiere claramente que en todas se pueden enseñar las ciencias, y en cualquiera se dice y declara lo que la otra quiso sentir. Y así, ninguno de los graves autores fue a buscar lengua extranjera para dar a entender sus conceptos; antes los griegos escribieron en griego, los romanos en latín, los hebreos en hebraico y los moros en arábigo; y así hago yo en mi español, por saber mejor esta lengua que otra ninguna.

Asimismo, el «Prólogo del autor a los lectores» que antepone Malón de Echaide a su tratado ascético La conversión de la Madalena (1588) constituye un vigoroso alegato en favor del castellano, en el que viene a destacar, del mismo modo, su capacidad para ser vehículo conductor de cultura, por ejemplo para que puedan verterse en esta lengua los comentarios escriturísticos:

A los que dicen que es poca autoridad escribir cosas graves en nuestro vulgar, les pregunto: ¿la ley de Dios era grave? La Sagrada Escritura que reveló y entregó a su pueblo, adonde encerró tantos y tan soberanos misterios y sacramentos y adonde puso todo el tesoro de las promesas de nuestra reparación, su encarnación, vida, predicación, doctrina, milagros, muerte, y lo que su majestad hizo y padeció por nosotros; todo esto […], ¿en qué lengua lo habló Dios, y por qué palabras lo escribieron Moisén y los Profetas? Cierto está que en la lengua materna en que hablaba el zapatero y el sastre, el tejedor y el cavatierra, y el pastor y todo el mundo entero. […] Pues si misterios tan altos y secretos y tan divinos se escribían en la lengua vulgar con que todos a la sazón hablaban, ¿por qué razón quieren estos envidiosos de nuestro lenguaje que busquemos lenguas peregrinas para escribir lo curioso y bueno que saben y podrían divulgar los hombres sabios?

Y, con argumentos parecidos a los de Huarte de San Juan, explica que Platón, Aristóteles, Pitágoras y todos los demás filósofos griegos escribieron sus obras en su lengua materna; que Cicerón escribió «en la lengua que aprendió en la leche», lo mismo que hicieron Marco Varrón, Séneca o Plutarco; y se queja, en fin, de aquellos a los que les parece «poca gravedad escribir y saber cosa buena en nuestra lengua»:

No se puede sufrir que digan que en nuestro castellano no se deben escribir cosas graves. ¡Pues cómo! ¿Tan vil y grosera es nuestra habla que no puede servir sino de materia de burla? Este agravio es de toda la nación y gente de España, pues no hay lenguaje, ni le ha habido, que al nuestro haya hecho ventaja en abundancia de términos, en dulzura de estilo y en ser blando, suave, regalado y tierno y muy acomodado para decir lo que queremos, ni en frases ni rodeos galanos, ni que esté más sembrado de luces y ornatos floridos y colores retóricos, si los que tratan quieren mostrar un poco de curiosidad en ello.

Y, en efecto, durante este siglo, el XVI, y también en el XVII (los dos Siglos de Oro de nuestras letras), poetas y prosistas pulen el castellano, eliminando de él todo lo que todavía podía tener de lengua tosca y medieval. La altura literaria a la que consiguen elevar el idioma viene a colocarlo al mismo nivel, en calidad y prestigio, que las lenguas clásicas. A la pujanza literaria del español habría que añadir su expansión política, con su difusión como lengua cortesana por toda Europa (Castiglione, en El Cortesano, señala que el perfecto caballero ha de saber hablar español) y también en el Nuevo Mundo descubierto por Colón en 1492.


[1] Ver Francisco Rico, El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Madrid, Alianza, 1993.